Harmonia tou kosmou (parte II)
Un campo muy bajo, casi sin campo, terroso, gris, seco. Un cielo muy alto, cielo solo, blanco.
Un gran olor a heno, áspero abajo, purísimo arriba. ¿Se van a separar la tierra y el cielo?…
Grillos y estrellas, enredados, atan el paisaje.

(Juan Ramón Jiménez. Orillas nocturnas)
Desde la Grecia más arcaica ha perdurado en nuestro espíritu el vestigio de la desgarradora disputa entre las divinidades solares y los dioses subterráneos (oscuros y vegetales), solo aparentemente zanjada cuando Zeus envía a su padre Kronos al Erebo, fundando sus propias leyes mediante la noción de mesura. Pues ya nada, desde ese momento de horror originario, debía ser en exceso; ni hybris ni desorden. Gracias a los números todo se vuelve bello, fue en esencia lo que afirmó Pitágoras. Y, como apuntamos, fueron justo esas ideas de orden y medida las que han condicionado de un modo muy significativo nuestra concepción sobre la belleza. También reparamos en que fue la escuela pitagórica la primera en reflexionar sobre el ámbito de lo bello y en introducir el ideal de la medida desde un plano religioso a otro de carácter filosófico, tomando como modelo la totalidad de la naturaleza, el universo considerado en sus fenómenos de carácter absolutamente cíclico y uniforme; de tal suerte que nos presentaron a los occidentales los criterios más evidentes y persistentes de la belleza que habían sido trasmitidos durante miles de años.
Percibimos en gran parte de las civilizaciones que los hombres han sentido una poderosa atracción por todo fenómeno, tanto externo como interno, que implique orden y simetría, quizá porque estas cualidades se traducen en seguridad y equilibrio. Pero no deja de ser curioso que al mismo tiempo dicha simetría, salvo la que puede observarse mediante las dos mitades de un cuerpo humano o animal, sea relativamente rara en la naturaleza, pues la percepción de formas precisas, colores puros y sonidos repetidos según ciertas harmonías resulta algo bastante asombroso. Pudiera ser que los objetos equilibrados sean más fáciles de reproducir. Y tal vez por ello mismo el que ciertas manchas de colores vivos en los élitros de algunos escarabajos y mariposas, o los distintos perfiles de la luna en su cíclica aparición en el paisaje nocturno, así como el canto melodioso de algunas aves o el sonido de las cigarras y de los grillos… perduren como grabados a fuego en el espíritu.
Si bien la medida se expresa por medio de dos cualidades y dos de nuestros sentidos corporales como son la armonía sonora y la simetría visible, ambos conceptos son inseparables de una proporción y adecuada ordenación entre las partes de un conjunto. Y la idea de la belleza ha consistido en esto mismo, en la magnitud, la calidad y el número de las partes y en su recíproca relación, todo ello reconocido y establecido por la Gran Teoría, cuya vigencia en Europa se mantuvo desde el siglo V a. de J.C. hasta mediados del siglo XVII, cuando dio comienzo la crisis y finalmente fue sustituida en el siglo XVIII por la influencia que en el arte ejercieron tanto la filosofía empírica como las tendencias románticas.
Si nuestro mundo está gobernado por leyes que nuestra inteligencia y sentidos son capaces de comprender, dichas leyes son en justa reciprocidad tan bellas como verdaderas; es decir, basadas en medidas calculables, armónicas y simétricas. Lo verdadero será por tanto bello y, al mismo tiempo, justo y bueno. De igual manera, lo falso será también feo y malo. Bello será, pues, cualquier actitud moral que se inspire en el criterio de la medida, dando pie a que el concepto de orden cósmico anunciado por Pitágoras se convierta para toda la tradición occidental en el modelo de dicha belleza, de la verdad y de la bondad.
Ahora bien, que la tradición de la Gran Teoría haya predominado durante miles de años en lo que al arte se refiere, así como en la cuestión de un modelo del Cosmos en reciprocidad con la configuración de la Polis griega, y que la “trinidad” de lo verdadero, lo bueno y lo bello, se hiciera canónica mediante la doctrina de los “trascendentales” formulada en el seno de la tradición tomista en plena Edad Media, no imposibilitó que resonaran voces críticas como la de Heráclito, que realizó un reproche a la idea de reciprocidad y traducibilidad entre lo sensible y lo inteligible. Frente a la idea de una armonía visible, de la que era partidario Pitágoras, Heráclito presentó, como garantía de la cual se generaba la unidad entre contrarios, la idea de contradicción o conflicto (“La guerra –pólemos– es el padre de todas las cosas”) como origen de todas las entidades; siendo justamente el Logos el que se descubra en forma de “armonía invisible”. Para Heráclito, la constitución real de cada cosa permanecía encubierta, pero dicha “armonía invisible” era mucho más fuerte que la manifiesta. Si dicha trama oculta de relaciones no se nos mostraba en la superficie, nuestro deber consistiría en llegar al fondo de tales cuestiones sabiendo de antemano que no tiene medida pero cuya profundidad no es ni abismo ni caos. Y aunque recorriéramos todos los caminos nunca se alcanzará el límite del alma. Su recorrido, el viaje en sí, servirá únicamente para agrandar el alma; para que, volcándonos de cabeza en ella misma, se comprenda más. No hay que buscar en Heráclito la exaltación de la armonía, de la simetría y de la proporción en sus formas intuibles, como proponía el pitagorismo, sino al contrario: afirmaba que el más bello ordenamiento del mundo no es más que un cúmulo de desechos amontonados al azar, es decir, que todo cuanto aparece en la superficie como orden y belleza del universo es en verdad caos y accidentalidad. Pero si el logos y los sentidos, convenientemente entrenados, traspasan su cáscara, se alcanza a descubrir un orden particular y recóndito que se puede revelar como vislumbre.
Es notorio que desde una civilización con distinta perspectiva como es la extremo oriental, en concreto la japonesa –y a partir de cierta época también desde el arte moderno occidental– se haya reafirmado en la teoría y en la práctica la presencia de armonías escondidas, e igualmente una búsqueda consciente de disarmonías, asimetrías y disrritmias preestablecidas que, pese a las apariencias, no entrañan desorden alguno. En el arte japonés, la simetría y la armonía perfectas son inalcanzables para el hombre. Y resulta por ende un arte que tiende consecuentemente a la asimetría, buscando rasgos generadores de desequilibrio o de imperfección.
En Occidente, la desarticulación del modelo clásico –“pitagórico”, vamos a decir– conlleva a lo largo del tiempo diversidad de propuestas alternativas como soluciones al lento abandono de la primacía de la vista y del oído que, como hemos dicho, constituyó la milenaria garantía de objetividad en cuanto a lo bello en relación con la forma exacta, calculable e inteligible. Es fácil presuponer por qué Pitágoras y los griegos optaron, a diferencia de los países de Oriente, tales como Persia o la India, por esos dos sentidos exclusivos. Una de las razones principales es quizá porque la vista y el oído son los más públicos de los sentidos, cuyas percepciones pueden ser controladas y compartidas por todos simultáneamente y a una relativa distancia. No sucede lo mismo con el olfato, el tacto ni con el gusto, que no solo resultan extremadamente subjetivos e indeterminados sino que por añadidura en el caso del tacto y el gusto requieren de un contacto directo entre el sujeto sensible y el objeto de la sensación. Tampoco será casual que con el paso del tiempo dicha desarticulación de la noción de objetividad de lo bello sea precisamente el sentido del gusto quien oportunamente se torne en la más procedente de las metáforas para indicar el nuevo órgano de apropiación del “saber-sabor” estético. Vemos, a diferencia de los países de Oriente, inclusive la cultura hebrea, que, a causa de la prohibición divina de crear imágenes y estatuas, prevalecieron, junto a los sonidos, los olores y los sabores. Compruébese cómo el mismo concepto indio de rasa, equivalente a nuestro “bello”, posee un significado que traducido literalmente significa “tintura”, y que remite al olfato, en tanto que alude al “aroma” o al gusto en tanto que “sabor”. Los griegos incluso evitaron imitar a estas naciones porque razonaron como excesiva la atención desmesurada a los perfumes, comidas o bebidas, por considerarlos cercanos a la voluptuosidad y antecámara de la sumisión política. Pero también porque la vista y el oído posibilitaban un mayor número de distinciones, o porque son considerados con cierta frecuencia como contemplativos o simplemente porque garantizan correlaciones témporo-espaciales exactas y por ello conmensurables.
No sin razón nos menciona Vicente Haya que para el japonés el alma reside en su piel y que nadie resulta ser ni sus ideas ni sus creencias, sino que somos en tanto en cuanto seamos capaces de estar en nuestro mundo, y que para ello el haijin dispone de la vía de los sentidos para permanecer en conexión con la Naturaleza; en definitiva: para un japonés, “lo sagrado” no es algo que se comprende sino que se siente. Y este mundo de percepción ha de conducirnos más allá de los propios sentidos. Vicente Haya añade que no abundan los haikus basados en el sentido del tacto, porque estos precisamente hacen al poeta más presente en el poema, a diferencia de los que afectan a la vista y al oído por ser estos más impersonales; y hace notar que el tacto nos descubre existiendo absolutamente presentes con todo el cuerpo, en íntima conexión con aquello de que se habla.
Para los sentidos no existe ni lo bello ni lo feo, y esta concepción se aproxima más a aquella otra de la belleza establecida a partir de escritores como Baudelaire o Rimbaud, quienes supieron reaccionar ante una larga privación sensorial. Citando al propio Haya, decía Thoreau –y nos recuerda la ingente erudición de Blyth–: “El ruido de las tripas suena tan necesariamente como la música de las esferas.” Para el buscador de sentido no hay ser irrelevante. Cada cosa tiene su razón de ser, cada una de ellas es una guía para el que quiera trascender el mundo hacia dentro.
Recordando de nuevo la cita de Goethe que expusimos hacia el final de la primera parte, debo reconocer que toda teoría no solo es gris sino que con toda claridad no sirva ni para descubrir ni para manifestar lo más valioso de nuestro mundo y existencia. Que todo este resumen histórico en el que hemos desplegado aquella milenaria idea de belleza como armonía y simetría no es nada comparable con la vivencia que tuve un verano de mi infancia en el campo. Un primo, algo mayor que yo, me señalaba un cielo estrellado como no recuerdo haber contemplado jamás, mientras me enseñaba la configuración y el nombre de ciertas constelaciones, dispersas pero reunidas –esa fue la sensación de asombro que experimenté– en una inmensa oscuridad solo salteada de luces titilantes mientras yo permanecía fascinado por esa otra oscuridad terrena y vibrante del sonido de los grillos.
Al hombre teórico ciertamente le concierne apresar las cosas mediante las ideas; no gusta de los gerundios pues no son las cosas viviendo sino las vivientes lo que lo atenazan. La observación de un objeto a través de un microscopio puede descubrir al naturalista sus componentes y con ellos su verdadera naturaleza objetiva; pero habrá perdido sin remisión la impresión estética. Ya lo dijo también Goethe en un poema: La inconstante libélula / revolotea el aire de la fuente. / Hace tiempo me alegra contemplarla. / Obscura a ratos, brillante ahora, / como el camaleón tornadiza. / Roja en seguida y luego azul; / azul que es pronto verde. / ¡Quisiera ver de cerca / sus colores magníficos! / Mas su vuelo no cesa. / Suavemente se ha posado en la hierba. / ¡Aquí está! ¡Ya la tengo! / Puedo verla despacio. / Y no es más que un triste oscuro azul. / Así pasa contigo, que analizas tus alegrías.
El haiku, como el arte mismo, no trata de huir de los fenómenos sino todo lo contrario, quiere permanecer en ellos; no pretende adentrarse en los vericuetos de tales fenómenos sino que consigue captarlos en su puro “qué” y presentarlo en su peculiarísimo ser tal, “ser así”. Un haijin no teme que, por renunciar a la razón tejedora de teorías e ideas, su mundo espiritual retorne al caos.
Breve chubasco
El canto de los grillos
suena otra vez
José Luis Vicent