Lectores en el tren
Más allá de cuanto la ventanilla apaisada de un vagón del tren pueda enmarcar, transcurren fugaces las imágenes, como minutos o segundos. Instantes todos intrínsecamente ligados al propio transcurrir del tiempo, al movimiento. Instante tras instante. Y esa extrema fugacidad apenas si enmarcada muestra a su paso el cambiante y diverso sucederse de las cosas y los paisajes, contrastado tal vez por la velocidad o lentitud del ferrocarril. Pinturas móviles que en parte provienen del exterior y en parte de nuestro interior. Cuadros e iconos en marcha; también ideas estacionadas, a punto de partir hacia lugares insospechados. Pero, con todo, cuanto divisemos a través de la ventanilla de un vagón del tren recorriendo entre pueblos, fábricas y campos de cultivo cual si cámara en mano fuésemos grabando una cinta de vídeo, no obtendremos el mismo efecto que si centramos nuestra atención en algo mucho más próximo a nosotros mismos, en ese espacio del vagón en el que viajamos junto al prójimo.
Leer, llevar un libro entre las manos, sólo es para algunos una exigua estrategia; una reticencia que el pasajero de corta distancia se concede así mismo; un ridículo recogimiento por el que no logrará sino perder, a menos que preste más atención a su propio entorno, otra clase de tren. El tren de la existencia que bulle a tu alrededor y te roza con toda clase de objetos y de ropaje; en ocasiones, hasta sientes que te empuja hacia lugares en los que, zarandeado por las estrecheces, no pensabas que podrías siquiera entrar. Tomar asiento, bajar la mirada y hundirte entre las páginas de un libro no te convierte en un auténtico lector. Un completo lector no se ciñe a las páginas de un texto, sea este del género que sea, o por muy profundo y sesudo que su contenido pueda parecernos. Un buen lector aprende a leer en todo el espacio que le circunda. En primer lugar, aprende a deletrear en cada rostro vecino inequívocas señales. Mira y penetra en esos espejos del alma. El buen lector percibe la dureza de ciertos rasgos marcados en la frente; o el rictus contraído y ostensible alrededor de unos labios; la mandíbula apretada; también la serenidad de algunos (pocos) pasajeros; las risas ruidosas de los jóvenes o la estudiada afectación de algún lozano barbilampiño que se pavonea delante de alguna compañera; y aquél otro, de pie, con el portafolios de piel bajo el brazo, como abrumado por una gran nube negra de recuerdos lloviéndole sobre los hombros; o la rara y a la vez tímida y joven beldad que destaca sobre sus compañeras. En fin, todo ese rico abecedario dispuesto en un perfecto desorden sintáctico con el que completar una frase, un sentimiento, un pensamiento, una persona o muchas. Aprendamos un poco más cada día de la sazonada y variada lectura que hacemos tanto de las cosas como de las gentes; del signo que somos. Y abramos ante nuestros semejantes ese gran libro que nos falta por leer y que somos todos nosotros.
Apeadero
Dormido en el raíl
un caracol
José Luis Vicent